La melodía
Oigo los primeros acordes
de la melodía que está sonando, y mi alma reconoce al instante los
tintes perfectos, armoniosos, que contiene. Ellos me sumergen en un
mar cálido, en calma, y siento que todo está bien, en el lugar al
que pertenece, y me encuentro divagando sobre ideas y pensamientos
que nunca había considerado antes; senderos que mis pies nunca
habían pisado. Escucho atentamente, y la música me acuna en una
nana suave y dulce, como la voz de una madre que te relaja
profundamente, tranquilizándote, poniendo de nuevo todo en su sitio.
Es como si las notas escondieran un secreto en sus tonos; una esencia
mágica que te subyuga y te adormece, y te eleva, te desliza más
allá de lo terrenal y momentáneo y te descubre cosas con las que no
habías soñado siquiera.
Es una cadencia ligera,
casi tan difícil de percibir como el roce de una pequeña pluma
extraviada sobre la piel, apenas una huella que te roza casi con
ternura, con una gran delicadeza, como si fueras tú, y no ella, la
frágil y tenue; como si fueras un especial y fino cristal, tan puro
que no fuera siquiera concebible la comparación con otro de distinta
clase; un murmullo de delgadas, finísimas ilusiones que pudieran
deshacerse con un pequeño suspiro, deshilvanándose un segundo antes
de hacerse tangibles y reales.
Saboreo, casi siento,
mientras los altos y bajos, los contrafuertes, las partes rápidas,
fluidas, y las lentas, las empalagosas formas de la música me rodean
y me alzan, me descubren otras formas de vivir; entonces, casi
percibo, como si se tratara de una huella tenue, como el gusto débil
y brumoso que deja un despertar confuso después de una suave y
tranquilizante fantasía; pues entonces, se despliegan ante mí, en
una sucesiva y lenta muestra de imágenes y sensaciones, todos mis
anhelos, mis sueños, mis lejanas y por el momento, inalcanzables
metas.
Y de una forma tan real
que es casi abrumadora, veo a la persona a la que sé que amaré
durante el resto de mis días, sonriéndome de una manera tan cálida
y protectora que me doy cuenta de que es él realmente todo el futuro
que quiero para mi vida. Y siento sobre mi piel el calor de su
respiración, la suavidad, la casi imperceptible humedad de sus
labios sobre los míos; los latidos de nuestros corazones latiendo al
unísono, como uno solo; y el color y la profundidad de su mirada me
atrapa en un momento mágico, precioso, de incalculable valor. Veo el
amor en su mirada, en su sonrisa grande y luminosa, veo su adoración
hacia mí, y noto que me siento feliz, en casa; todo mi mundo
reducido en un pequeño y casi eterno instante; mi alma en paz; mi
corazón rebosante de felicidad y alegría, que bien pudiera ser
capaz de desterrar las sombras de la más oscura y tenebrosa noche.
Casi siento la luz de ese día suave y tranquilo, perfecto, que entra
a raudales por la ventana, se cuela en mi mente y me hipnotiza, me
fascina, me deja incapaz de pensar más allá de ese momento.
Pero tan cual rápido
vino se va, y otra escena diferente aparece delante de mí: un
paisaje que surge de los claroscuros de la anterior visión; las
formas y las luces se deshacen de forma imperceptible y se unen para
formar la más perfecta y relajante postal que alguna vez se pudo
contemplar sobre la faz de la tierra. Ante mí, un casi imponente,
glorioso, tan natural amanecer que parece sacado directamente de la
talentosa mano de algún pintor desconocido. Los dorados y luminosos
colores se mezclan con las sombras para arrancar los secretos que
parecen ocultar las depresiones y sinuosas pendientes y líneas que
forma el paisaje, como si todos los secretos de la humanidad y de la
naturaleza pudieran ser resueltos y entendidos mediante algún
perdido y codificado lenguaje, o más bien, una melodía, como la que
me ha traído hasta aquí. Como si todo tuviera su correspondencia en
una canción más antigua que el mismo tiempo; como si se tratara de
la secreta manera de ser del mundo, que puede resolver cualquier
pregunta que se tenga sobre todo aquello que existe y lo que no, tan
sólo con formular la pregunta adecuada y de la forma adecuada. Como
si fuera la melodía perdida de los ángeles; la del principio de la
Creación, que todavía resuena en los seres que viven en comunión
con la Madre Tierra, pero que los humanos han olvidado en su ciego
intento de descubrir la oculta verdad de las cosas.
Y desde mi privilegiada
posición -en lo alto de una colina de mediano tamaño- con las
piernas cruzadas sobre el suelo marrón oscuro como chocolate
salpicado de altas y verdes hierbas por aquí y por allá, contemplo
el magnífico crepúsculo, sintiendo que pertenezco a ese lugar y a
ese momento, a un oasis, un paraíso, efímero y a la vez
interminable, perdido de la mano de alguna divinidad olvidada que
amablemente me ha abierto las puertas de su casa y jardín.
Realmente, me siento
como si hubiera llegado al cielo, a un paraíso que hubiera estado
anhelando durante más tiempo del que he existido. Como si éste me
hubiera estado esquivando, hasta que en un descuido, casi de manera
fortuita al ya dejar de buscarlo, hubiera decidido abrirse de par en
par ante mí; como las desgastadas páginas, tomadas de un color
antiguo, de un libro de incalculable valor, que a pesar de todo su
tiempo todavía espera ansioso a que alguien nuevo pose su mirada
sobre él, que sea capaz de verlo con los ojos claros, inocentes y
sorprendidos de aquél que lo contempla por vez primera. Como si
hubiera decidido revelarme todos sus secretos, pero hubiera estado
aguardando a mi humilde rendición para revelarse ante mí en todo su
esplendor.
Y de repente, otra vez
soy consciente de escuchar la melodía que me condujo hasta aquí
hoy, como si me recordara, avisándome tiernamente, con suavidad,
casi con temor, que la hora de contemplación ha llegado a su fin y
es hora de volver al mundo terrenal que se oculta más allá de estas
fronteras intangibles, interminables. Como si me susurrara “es hora
de volver otra vez a donde las dos pertenecemos”. Y sonrío
mientras otra vez todo se desvanece, mientras encuentro el camino de
vuelta a casa, mi otro hogar además de éste, con la música como
guía, compañera, musa y profesora que me cuenta historias que nunca
imaginé escuchar, habiendo aprendido tantas cosas, que dudo de ser
capaz de desentrañarlas todas...
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